martes, 29 de noviembre de 2011

Algo viejo, algo nuevo, algo prestado y algo azul.

Hoy sentada camino a casa después de una extenuante tarde de compras y una repentina visita al dentista, me quedé extasiada por las luces de colores y la escarcha dorada repartida distraídamente por las calles, por los escaparates de las tiendas y los edificios grandes.
Así andaba paseando este par de ojos oscuros que poseo tras de la ventana, cuando mi vista se distrajo y dicidió marcharse un par de asientos adelante.
Allí estaban.
En silencio, hablándose literalmente sin hablar, dibujando palabras en el aire con las manos.
Supongo que tenían la misma edad que suelen tener todos los abuelos. Llevaban el cabello pintado de canas y unas líneas pronunciadas en el rostro que parecían querer contarnos al detalle, las veces que sonrieron y fueron descaradamente felices.
Se miraban uno al otro tras los lentes.
Quise profundamente en ese instante poseer un diccionario capaz de descifrar sus movimientos veloces y las letras que dejaban escapar sus dedos y sus gestos aprendidos.
Hice números e imaginé cuánto tiempo es que llevaban juntos tomando el tranvía, haciendo las compras y contándose historias con palabras invisibles e imaginarias que terminaban perdiéndose en el viento.
Después de breves silencios, se miraban fijamente a los ojos y se tomaban de las manos.
Esas mismas que hacían las veces de sus labios y que apretaban fuertemente para sentir el calor que en estos meses de invierno se echa tanto de menos.
Los contemplé ensimismada todo el tiempo. Percibí en su modo de mirarse, de sonreir, de asentar la cabeza; días, semanas e inacabables meses de amor y compañía.
Hasta que de pronto fui interrumpida por otra pareja que calculé llevaban la misma edad y el mismo pelo cano. Hablaban de una reciente reunión a la que habían asistido y de la comida que en ésta sirvieron.
Expresaron vívamente cada uno su punto de vista y ambos dictaminaron fulminantemente que el puré había estado demasiado frío. 
Se la pasaron intercambiando pareceres los siguientes minutos de nuestro corto recorrido, comentando el artículo en el periódico de ésta mañana, del clima impredecible durante esta época de año, de la calefacción malograda en casa; del cuadro que uno de sus hijos buenamente les había regalado, pero que por cuestiones de la indecisión y el destino, hasta ahora no le habían encontrado el lugar adecuado.
Vinieron a mí entonces, casi espontáneamente, los días, las semanas y los meses que hasta hora se han venido conviertiendo en años a su lado.
Me enterneció de repente la sola imaginación de envejecer así.
Enamorada y feliz.
De convertir lo cotidiano, lo absurdo, lo poco interesante, lo vanal, lo innecesario en vital. En una rutina capaz de darle un sentido profundo a mis días.
De conocerme sus respuestas antes de ser pronunciadas, de coincidir cada vez que sea necesario y siempre que nos sirvan en la cena el puré casi congelado.
De llegar algún buen día a prescindir de las palabras pronunciadas por los labios, para ser en cambio, dichas con la voz del corazón.
De seguro, el día que aquellos personajes con los que compartí brevemente mi viaje, se dieron el sí, nunca imaginaron llevar, crear y reinventar lo esencial, permanentemente cada uno de los días de sus vidas.
No se imaginaron darse para siempre a la tarea ardua y constante de crear cada mañana un motivo nuevo para seguir felices juntos, de recordar con nostalgia y cariño los viejos motivos que alguna vez los unieron, tomarlos prestado del otro cada vez que haga falta y colorearlos del cielo despejado que tiñe de azul intenso, un noviazgo que empezó un buen día hace mucho y que continúa hasta ahora reflejado en cada surco que atraviesa su rostro, atesora el corazón y se construye diariamente con las manos.