Dicen que los viajes largos, los caminos vastos, empiezan todos con un sólo paso.
Hasta los castillos y los fuertes se construyen de a pocos y hay siempre que colocar la primera piedra, que aunque insignificante, marca el inicio de una construcción gigantesca.
La primera vez que Marquitos y yo nos mudamos juntos, había que prestar mucha atención al presupuesto, yo trabajaba medio tiempo en el aeropuerto y él aún andaba lidiando con libros y ganando como practicante.
Nuestro primer departamento formaba parte en realidad del primer piso de la casa de un hombre ya retirado, al que bautizamos cariñosamente como "daddy", quien además de vez en cuando bajaba para endulzarnos con su pastel de ciruelas.
Teníamos una cocinita pequeña donde debíamos turnarnos porque había escaso espacio para dos, una sala con una mesa al costado que hacía las veces de comedor, un cuarto estrecho donde no cabía toda mi ropa y un baño con tina.
Teníamos una cocinita pequeña donde debíamos turnarnos porque había escaso espacio para dos, una sala con una mesa al costado que hacía las veces de comedor, un cuarto estrecho donde no cabía toda mi ropa y un baño con tina.
Hacíamos mercado una vez por semana y nunca nos salíamos de la lista antes meticulosamente calculada.
Me pasaba de largo por los aparadores vistosos de las boutiques para no caer en tentación y llegado el fin de semana rentábamos películas porque nos salía mucho más barato que ir al cine.
Sin embargo nunca fui en toda mi vida tan feliz.
Nunca antes nada me había causado satisfacción parecida como el sólo hecho de pagar exactamente la mitad de la renta y distribuir mi propio dinero, austera pero inteligentemente.
Yo solía ser de aquellas jovencitas sobreprotegidas que no reparaba en alguno que otro gasto demás, mamá nos solía repetir a mis hermanas y a mí durante toda la época universitaria, que nuestro trabajo consistía únicamente en ser buenas alumnas. No había que preocuparse por quehaceres cotidianos y como consecuencia aprendí a cocinar hace poco y aún no puedo planchar las camisas como debería ser.
Cuando me decidí por fin a ser independiente y valerme por mí misma, en una país tan extraño como su lenguaje que apenas comenzaba a aprender, crecí a la velocidad de la luz y maduré todo lo que me hacía falta.
Lo más curioso es que precisamente, en tiempos digamos complicados, uno aprende mejor las lecciones que antes ignoraba y se las graba diligentemente para siempre.
La primera vez que me perdí de regreso del trabajo en bicicleta, entré en pánico, el aeropuerto quedaba fuera de la ciudad y en los alrededores sólo había pasto verde y alguna que otra vaca apacible ignorante de mi angustia.
Maldije no tener más a la mano el jeep negro y costoso que le pertenecía a quien en ese entonces ya era parte de mi pasado y me puse a llorar de rabia y frustración. Hasta que de pronto, repentinamente, apareció una figura de entre los arbustos que casualmente conducían hacia un caminito y no reparé en pedirle ayuda al flamante desconocido. Me sequé las lágrimas en un santiamén y procuré formular mi oración sin dubitaciones; cuando aquél personaje acababa de explicarme bien el atajo que debía seguir para por fin poder enrumbarme a casa, me avergoncé de mi poca paciencia y mi falta de fe.
Hoy, tiempo después, el presupuesto en casa no es tan estrecho, nuestro departamento tiene una habitación demás y de vez en cuando me dejo caer en la tentación de las vitrinas y los aparadores.
Sin embargo no hay día que pase sin que ambos recordemos todo lo que nos trajo hasta aquí. Todo el sacrificio, toda la paciencia, toda nuestra esperanza.
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