Durante estos últimos días, cada vez que enciendo la compu y reviso las noticias en las versiones electrónicas de los diarios peruanos o me engancho con algún programa descargado en Youtube, me encuentro con artículos de diversos tamaños pero parecido contenido. "Aún no encuentran a Ciro", leo con pena entre líneas. Luego la imagen de su familia que me llega de lejos me conmueve.
Me puedo solamente imaginar el hondo pesar que causa la ausencia de un hijo, la angustia interminable de que las horas y días transcurran entre la incertidumbre y la poca esperanza.
Más de un mes ha pasado ya, pero pareciera que el amor de padre es tan grande, que ni el tiempo o el pesimismo logran siquiera amilanar su espíritu.
Puedo sentir con cada entrevista que escucho y veo atenta, la entrega y el cariño incondicional que une a los seres humanos, tanto o más que la sangre misma.
El verdadero amor nunca desfallece.
El verdadero amor conserva siempre la fe.
Estoy segura que ahora él debe estar protegido por el inmenso calor y pureza de los buenos deseos y las ganas de todos que regrese a casa.
Probablemente son muchísimos más los casos como éste, probablemente suceden más a menudo de lo que nos imaginamos y quien sabe ahora mismo mientras escribo, suceda algo parecido. Pero como las personas generalmente somos indiferentes al dolor ajeno, o nuestro ritmo agitado no nos permite hacer una pausa para pensar en los demás, terminamos desconociéndolos por completo.
En ocasiones hacen falta luces, flashes, sets de televisión y letras de imprenta para dejar por fin de hacer oídos sordos y permitir que nuestro corazón al fin escuche.
Un buen día hace mucho tiempo, regresé a casa de uno de mis acostumbrados viajes en la universidad y mi hermana mayor ya no estaba.
Decidió simplemente una repentina mañana, levantarse en puntitas, coger su mochila y salir tras la puerta sin siquiera dejar alguna nota de despedida.
Sentía tanto miedo a las consecuencias de su embarazo inesperado, que prefirió huirle a las riñas y sin igual enojo de mis padres.
Prefirió irse para no tener que dar explicaciones ni desilusionar a nadie.
Ahora mismo no recuerdo bien si fueron sólo semanas o más bien meses de angustia para toda mi familia. Pero sin embargo todavía recuerdo a todos en casa deambulando en silencio y con los ojos hinchados y gastados de tanto llorar.
Por mi parte, yo asistía a las clases en la universidad como mera formalidad, andaba presente sólo en cuerpo más no en espíritu.
Por aquél entonces no teníamos la menor idea que se trataba de Sebas que venía en camino.
Cuando el horror por fin acabó y mi hermana, de la mano de mi ahora cuñado, tomaron la que imagino fue la decisión más madura en sus vidas y decidieron por fin volver a casa; reconocí en los ojos y abrazos de mis padres lo que nunca antes, hasta aquél preciso instante había visto.
El verdadero amor entiende.
El verdadero amor te estrecha en sus brazos y está dispuesto a darte cuantas veces sean necesarias, la bienvenida.
Desde ese entonces comprendí por completo cuanto de cierto había en eso de que el amor de padres es incomparable.
Nada hay semejante con el sentimiento que empuja y alienta a nuestros progenitores a no solamente concedernos la vida, sino además a dedicarnos la suya y empeñar su fortuna para asegurarnos un futuro feliz.
Todos hemos tenido desacuerdos, pequeñas peleas, todos nos hemos sentido por ellos alguna vez incomprendidos.
Quizás hayan algunos más modernos que otros, quizás existan otros más bien estrictos como los míos.
Pero lo que finalmente todos tienen en común, es que son el aire constante que mueve nuestras alas y la mano extendida, cuando la altura nos deja caer.
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