Mi papá siempre me repetía que yo había heredado las pesta as larguísimas de mi tío; su hermano, a quien nunca pude conocer porque murió cuando era aún todavía muy joven.
Padecía de esas enfermedades incurables que lo mantenían a la fuerza acostado todo el tiempo en la cama. Sin embargo, según los relatos espontáneos de mi padre, poseía un alma viajera.
Soaba y divagaba con su mente transportándose a lugares remotos, totalmente distintos a su habitación aburrida, con sus frías paredes y los muebles robustos heredados de algún familiar lejano.
Al concluir cada relato, papá acotaba: "Por eso tú Mile, vas a viajar y ver con tus grandes ojos y sus largas pestaas, todo aquello que la buena fortuna le negó y postergó para ti."
Considero que hasta ahora es muy poco lo que estos ojos oscuros han visto, y comparado con todo aquello que planeo ver, las fotos impresas en mi memoria se vuelven todavía más minísculas.
Hace unos aos, sin pensarlo y mucho menos esperarlo, la buena fortuna como parte de la recompensa guardada, me obsequió deliberadamente un fiel compaero de viajes.
Su ojos azules son el reflejo de todos los cielos que espero ansiosa contemplar y sus rubios cabellos, cada rayo de sol que habrá de escapar de las sombras para darme así puntuales la bienvenida.
Cada vez que alguien le pregunta cuál es su sueo, sin desparpajo mi comparesponde: "Darle la vuelta al mundo sin prisas."
Sus ideas y fiebre viajera, me han contagiado sus ganas al punto que cada domingo de verano, procuro perder el miedo a su vieja moto y han pasado a formar parte ya de mi guardarropa, un casco y un overall de motociclista.
No le da la gana cambiar de auto, no sólo por su incalculable valor sentimental; al haber sido testigo de nuestro primer beso, recordarnos las noches que allí dormimos camino a Italia, o por haber sido cómplice guardando con celo la botella de champagne y la propuesta que me habría de hacer unos días después en Venecia; sino que además, porque gran parte de nuestros ahorros van a parar hacia aquella alcancía invisible que convierte los sueos en realidad.
Nuestros días no son ostentosos, al igual que nuestro hogar, nuestro mayor lujo constituye en tenernos el uno al otro y soar cada día despiertos.
Y es así como concibo los sueos, hechos todos a la medida, alimentados muchas veces por los recuerdos, pero siempre, cada vez, con los brazos abiertos para que recorras libremente sus orillas.