Allá por los años noventa, yo ya cursaba el segundo grado de primaria porque a mis padres se les ocurrió que sus hijas podían perfectamente ir a primer grado a los cinco.
Mi papá particularmente le tenía tirria a los jardines de niños, desconfiaba plenamente de los "efectos educativos positivos" que estos podían causar en sus retoños. Así que por una cuestión meramente burocrática, yo fui al jardín de cuatro.
Recuerdo vagamente a mi maestra y mi salón de clases, sin embargo aún me puedo imaginar a mí misma cantándole a mi padre el repertorio completo de canciones infantiles de regreso a casa.
Mi primer beso, literalmente, lo di entre esas cuatro paredes adornadas con personajes ficticios y colores llamativos.
La profesora me sentó en la columna derecha en la tercera o cuarta fila. Mis ojos habían divisado ya con anticipo a mi presa. Quedé tan prendada de aquel niño de cabello castaño y ojitos claros, que cuando la maestra me llamó para recoger mi cuaderno de tareas, ni corta ni perezosa de regreso a mi sitio, le zampé un beso en los labios a mi compañerito preferido.
El pobre niño quedó boquiabierto y asumo yo, con severos traumas sicológicos hasta ahora; mi maestra, nuestra celestina, rompió en carcajadas infinitas.
Parte de mis años primariosos los estudié en el mismo colegio que mis primos mayores. Asumo que nuestras madres, que son hermanas, querían que su prole fuese igual de unida que ellas mismas.
Siempre fui, a excepción de este último año, extremadamente delgadita.
Padecía de inapetencia y la pobrecilla chica que en casa nos cuidaba, tenía que desarrollar diferentes técnicas de negociación para que aceptara al fin terminarme la sopa, o comerme otra cucharada de arroz.
A pesar de mi apariencia frágil, de pequeña soñaba con ser actriz, cantante o animadora infantil. Luego se me antojó ser aeromoza, viajar por los aires y conocer lugares diferentes todo el tiempo; pero la vida se encargo de hacerme estudiar turismo y trabajar en diversos aeropuertos.
Una vez en clase, ya en segundo grado, la profesora llamó nuestra atención, después de apaciguar el bullicio pidió voluntarios para la actuación. Mi memoria aún no se decide si fue para el día del padre, o más bien para el de la madre, pero estoy segura que la dichosa actuación fue para una de esas ocasiones.
Yo tenía seis años de edad y sin pensarlo dos veces, levanté la mano.
Debo acotar en este punto, que mi familia no es bailarina y mucho menos extrovertida. Las actuaciones escolares brillaban siempre por nuestra ausencia.
Sin embargo, mis ganas decidieron que era tiempo de pisar el escenario y bañarme con sus luces.
Aquella tarde de fin de semana el colegio tuvo a bien improvisar un tabladillo a mitad del patio principal.
Como mamá usa apenas lápiz labial y mi actuación ameritaba maquillaje y coquetería, delegó su función maternal a una de mis tías favoritas. Ella me peinó y tensó mi cabello lacio rebelde con potes y potes de un gel amarillo e inodoro.
Mi vestido, que con orgullo aún conservo; era corto, de pliegues, ajustado y de un azul incandescente.
Cuando el gran momento llegó y el director anunció nuestro número, mis piernas delgaduchas dejaron de temblar instantáneamente y fueron adquiriendo el ritmo de la música.
Fuimos saliendo todas en fila hasta formar una media luna. La profesora de educación física que además hacía las veces de nuestra coreógrafa, nos marcaba los pasos escondida desde una esquina.
Estaba pautado que un grupo de chicas, lindas todas y con instrumentos musicales de juguete, dieran un par de pasos al frente y mostraran al público, su guitarra, órgano y trompeta respectivamente.
Como en casa durante mi niñez abundaban libros de los hermanos Grimm en vez de barbies, peluches, tacitas o cualquier otro juguete de plástico; no fui designada a salir al frente con las demás afortunada bailarinas.
Pero fue un poco antes del final de nuestro número, a más de media canción, que mi cuerpecito endeble decidió irrumpir en el grupo de privilegiadas para improvisar un par de movimientos sin control. Di vueltas, me contorneé, meneé y bailé, como en secreto y a escondidas sabía hacerlo frente al televisor y los espejos.
El público lleno de madres y padres de familia, tíos y abuelos, aplaudieron, gritaron y celebraron eufóricos mi aparición.
Fui un éxito.
Brillé casi tanto como el vestido y la escarcha del barniz de mis uñas.
Aquél día que mis ansias escondidas se apoderaron de mí, fui inmensamente feliz y aprendí a no temer jamás a soñar en voz alta y a arriesgarme a hacer lo que sencillamente más me complace.
Fueron las "Chicas del Can" que a mis seis años me enseñaron la más valiosa lección y sobre todo además, la más útil... No importa si el pasito es pa' adelante o para atrás, importa que solamente sea con ganas!
I read that one a few more. Really enjoy your blog. MariaElena is helping me sometimes with the translation ;)
ResponderEliminarJacques.