Era tiempo de hacer maletas, Alemania dictaminó fuerte y claro, con sus diéresis y su particular acento, que según sus leyes tenía que regresar al Perú.
A pesar de mis averiguaciones, las indagaciones de mis amigos, la buena intención de mis colegas en el trabajo y la indignación de los que me conocían, Alemania me comunicó solemnemente hace varios años que había que regresar a casa.
Luego de haber pasado por una ruptura dolorosa y después de haber iniciado una nueva y maravillosa relación. Era tiempo de decir adiós.
Lo tomé con calma.
Quizás era mi destino, quizás no me fue designado echar raíces allí, pensé.
Decidí orgullosa que lo más conveniente sería volver lo más pronto posible a donde realmente pertenecía, para así reiniciar mi vida e inventarme una nueva rutina.
De Alemania no quería saber nada más. Mi mente voló hasta mi ciudad natal y me veía abrazando después de mucho tiempo a mi familia y caminando finalmente por sus calles.
Resolví convencida que a pesar de suceder inesperadamente, era la oportunidad perfecta para empezar con mi tesis, licenciarme y buscarme un buen trabajo.
Dentro de mi lista de resoluciones, se hallaba dejar atrás todo aquello que me atase a mi pasado o a ese ingrato país del cual decidida me despedía.
Fueron días muy tristes para él.
A pesar que procuraba disimular la angustia, yo podía percibir la pena en su rostro, sus sonrisas se habían borrado ligeramente y sus ojos habían perdido el brillo habitual.
Cuando un día llegó del trabajo y me vió haciendo maletas, dejó caer su maletín al suelo y retumbó en el silencio un eco.
Corrió a abrazarme y lloró.
Mientras una mano acariciaba mi pelo, la otra procuraba deshacer mi maleta esparciendo mi ropa por doquier.
Mi mente se transportó en ese preciso momento al día aquél de mi primera despedida.
Era de noche, el taxi esperaba afuera y yo me encontraba parada en la sala de mi casa frente a mi hermana mayor con Sebas a su costado y mi segundo sobrinito en brazos.
Cuando se suponía que era el momento de desearme buen viaje, según lo pactado sin ningún atisbo de tristeza, Sebastián que andaba por los cuatro, rompió en llanto y se abrazó con fuerza a mis piernas, a pesar de su diminuto tamaño no dejaba de forcejear mi maletín para poder arrebatármelo de las manos.
Con las muchas lágrimas corriéndole por la carita no paraba de repetir: No te vayas Milena. No te quiero perder. Quédate por favor.
Al recordarlo me estremecí, de vuelta a la realidad, envuelta en sus brazos y rodeados de ropa, reconocí con la sabiduría que nos da el corazón y no la razón, cuánto amor sentían esos dos hombres por mí y cuánto miedo le producía ahora a él, la idea de mi ausencia.
Dejé entonces mi equipaje inconcluso y salimos a dar una vuelta.
Algunos días después se le ocurrió sorprenderme con una propuesta totalmente inesperada.
Acepté encantada y empezamos el pequeño viaje de despedida que con tanto esmero había planeado para mí.
Además de visitar un par de países vecinos, nuestro destino principal fue Venecia.
Nos prohibimos terminantemente hablar de billetes de avión, horarios de vuelo o siquiera pronunciar la palabra adiós.
Disfrutamos cada instante como el último y nos enamoramos un poquito más cada vez.
Caminamos de la mano empapados por la lluvia ininterrumpida, compartimos varios helados de frutas, brindamos con vino y comimos la mejor pasta y espagueti de nuestras vidas.
Vagamos por las callecitas estrechas y empedradas a solas y de madrugada, escuchamos encandilados un concierto de música clásica y nos dejamos iluminar por las velas de algún acogedor restaurant.
Hubieron ratos en que abrazados nuestros pensamientos se perdían en la inmensidad del agua que nos rodeaba y en las coloridas luces que adornaban a la lejanía el paisaje.
Fuimos inmensamente felices.
De vuelta ya a Alemania, procuramos mantener el buen humor y fingimos permanentemente una sonrisa.
Llegó el día ineludible y vanamente postergado de manejar hasta Berlín para por fin despedirnos.
Mi mente confiaba que nuestro sentido común nos ahorraría malgastar nuestras esperanzas e intercambiar falsas promesas. Confiaba que nuestro buen tino dejaba tácitamente claro que ese era verdaderamente el final.
Cargó mi maleta, me acompañó al counter y luego fuimos juntos a tomar desayuno.
Recuerdo con exactitud la pequeña cafetería y la disposición de las mesas.
Recuerdo cuál fue la que escogimos, recuerdo haber pedido una taza de café y él un jugo de naranja recién exprimido.
Recuerdo al hombre de al lado ocupado con su laptop, a la pareja de atrás conversando y a la mujer de la esquina leyendo el diario.
Entonces sucedió.
Me miró con todo el amor del mundo contenido en ese par de ojos azules que se asemejan al cielo.
Tomó mis manos entre las suyas que temblaban, pero que aún se sentían tibias.
Sacó una cajita del bolsillo y el tiempo se detuvo.
Todos callaron.
Los meseros se codearon, los hombres de negocios quitaron sus ojos fijos de la pantalla, la mujer dejó a un lado el periódico y simultáneamente todos contuvieron el aire y sonrieron enternecidos.
Tenía claro a pesar del pesimismo y el sentido común, que la vida quería vivirla sólo conmigo.
No me dijo de memoria ningún discurso, no recitó algún poema o una frase aprendida, no brindamos con champán francés ni nos encontrábamos en un restaurante fino.
Sólo dejó que su corazón hablara por él y el amor le salió en filita de los labios.
Sus ojitos se humedecieron y parecía estar viendo caer nuevamente la lluvia del cielo.
Me contó ensimismado de su gran descubrimiento, del futuro que no quería que llegase sin mí y de la felicidad que solamente le era posible a mi lado.
De los días, de los planes y los recuerdos que junto a mí quería construir.
De la casa que algún día habríamos de pintar, de todos los viajes por realizar, de las fotos por tomar y de las caritas pequeñitas que quería que llevasen mi rostro y su apellido.
Me contó ensimismado de su gran descubrimiento, del futuro que no quería que llegase sin mí y de la felicidad que solamente le era posible a mi lado.
De los días, de los planes y los recuerdos que junto a mí quería construir.
De la casa que algún día habríamos de pintar, de todos los viajes por realizar, de las fotos por tomar y de las caritas pequeñitas que quería que llevasen mi rostro y su apellido.
Cuando el reloj sin piedad marcó la hora de irse, nos abrazamos cerca a la puerta en un abrazo distinto.
No nos sentimos dos, sino más bien solamente uno.
Tomé mi equipaje de mano conmigo, nos miramos y sonreímos.
-Hasta pronto novia!- me dijo en su español recién aprendido.
-Hasta pronto novio mío!-
-Hasta pronto novio mío!-
Y así felices, hechos el uno para el otro, nos despedimos...
Mile! Mi flakis! K mostro!
ResponderEliminarNo sabía que tenías este blog.... Me encanta :) Sigue escribiendo y permitiéndonos adentrar en tu ser con tus pensamientos, emociones, colores y formas de ver la vida.
De hecho toy aprendiendo que no todos pueden comprender a los demás si no se ahondan en sus pensamientos. TKM my soul friend! ;)
Grissy