Hablando hoy por teléfono con una de mis mejores amigas, llegué a la conclusión después de una larga y muy entretenida conversación, de esas que solemos sostener para extrañarnos menos y mantenernos al día; que la tan ansiada felicidad no anda muy lejos escapándose de nuestras manos como muchos suponemos, no, la felicidad no posee la misma consistencia casi etérea de la arena fina de playa que se cuela entre nuestros dedos. La felicidad no es transparente ni utópica. No evade nuestra compañía ni prefiere irse sola a vagar por Dios sabe que rincones remotos e inalcanzables.
La felicidad es más que un voluble estado de ánimo, no se halla precisamente en los ceros que acompañan nuestras cuentas bancarias ni en los lujos que podemos a nosotros mismos regalarnos.
Felices son los que miran con ojos distintos al mundo, aquellos capaces de enfrentar las malas noticias con una postergada sonrisa.
Verdaderamente felices son quienes hacen la felicidad ajena, simplemente suya.
Es lo que yo llamo una felicidad solidaria y compartida.
Para ser feliz nadie necesita de una vida perfecta y descomplicada porque así sólo acabaría por tornarse aburrida, para ser feliz se necesita sentido común y buen humor.
Yo soy particularmente feliz porque es mi derecho y lo merezco.
Porque me da la reverenda gana de sentirme afortunada, porque me creo especial, porque especiales fuimos hechos todos y porque existen con plena seguridad mil motivos maravillosos para vivir la vida que estoy viviendo.
Alguna vez le confesé de lo más seria y bajito a un buen amigo, que yo sentía que mi misión en el mundo era hacer sentir especial a aquellos que precisamente lo son.
Todo comenzó un buen día que caí en la cuenta convencida que andaba rodeada de gente maravillosa, de seres que compartían a diario su belleza conmigo y me regalaban sin ningún costo adicional su sabiduría personal.
Algunos de ellos permanecen conmigo hasta ahora desde la primera vez que los conocí, otros en cambio tocaron mi vida sólo por un ratito.
Pero en estos casos poco importa el tiempo, cuando el legado es infinito.
Y así sin querer siguen apareciendo, comparten su magia y muchas veces después de eso, se despiden ligeritos para seguir sacando más conejos de sus grandes sombreros.
Al final de cuentas todo se convierte en una gran cadena, todo pasa por un ciclo especial en el cual se entrelazan y retro-alimentan nuestros íntimos deseos y nuestro agradecimiento sincero.
Cómo pretender ser más felices si ni siquiera somos capaces de valorar nuestra pequeña gran felicidad.
Cómo pedir demás si menospreciamos lo que bondadosamente se nos fue concedido y que para muchos otros consiste en cambio un sueño irrealizable.
Por qué pedirle al mundo que te dibuje sonrisas si tú no se las regalas primero.
Por mi parte mis días transcurren llenos de alegrías y frustraciones, hay días soleados y otros conservan al sol en mis pensamientos.
Hay mañanas que despierto con flojera y todo me sale mal, hay tardes que pierdo el tranvía, se me pasa la sal en la comida o no acierto los ejercicios de mi libro de gramática rojo.
Luego llego a casa resignada, me pongo el pijama y cuando enciendo la laptop cabizbaja, más de un mensaje de gente que me extraña y se encuentra repartida por el mundo me esperan, suena el teléfono y mi hermana mayor con su humor negro me arranca sin querer más de una carcajada, Marquitos me trae un pastelito de ciruelas que sabe me encanta y que encontró en oferta en la panadería cerca al trabajo, como si fuera poco finalmente mi almohada y sábanas huelen riquísimo y se sienten suavecitas porque no hace mucho pasaron por la lavadora y el nuevo detergente que compré es efectivamente todo un éxito.
Es entonces a la hora de las buenas noches y los dulces sueños, a la hora de hacer el balance diario y dar mentalmente las gracias, es que me recuerdo a mí misma qué constituye, a pesar y después de todo, mi verdadera y única fortuna.
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