Era un sábado de lluvia, después de manejar por horas y haber concluido de hacer las compras para la semana, nuestros estómagos vacíos decidieron por nosotros que era tiempo de buscar algo de comer. Después de una breve discusión sobre el tipo de comida que constituiría nuestra cena, vagamos en nuestro auto azul hasta el restaurante de aquél chinito muy amable que siempre nos sonreía y nos repetía incesantemente que su comida era preparada estrictamente con ingredientes naturales.
Para ser honestos a pesar de las cinco veces que le preguntamos su nombre, mi memoria se rehúsa a conservarlo y por el contrario mantiene siempre fresca su imagen hacendosa y su cuerpo frágil mezclando incansablemente verduras y carnes en una sartén descomunal.
Esa tarde no éramos los únicos en visitarlo, minutos atrás ya se habían instalado plácidamente en sus sillas de madera, una pareja con ojitos igual de diminutos que los de nuestro querido cheff.
Curiosos como siempre, nuestra vista reparó en esos tazones transparentes de contenido multicolor.
Preguntamos inquisidores sobre aquella atractiva sopa, recibiendo por respuesta casi simultánea, que era una sopa especial. Típica de Vietnam. Para ser más exactos virgen de todo condimento comercial y desprovista de saborizantes artificiales, como se acostumbra aderezar por estos lares.
Nuestros rostros iluminados y aún más curiosos preguntaron tímidamente si podíamos probar aquél plato fascinantemente descrito. Después de un silencio que nos mantuvo por microsegundos en suspenso, nuestro chinito amplió aún más su sonrisa al punto de desaparecer por completo sus ojos del rostro, y con su acento típico, nos contestó en su alemán enrevesado que esta vez haría una excepción por nosotros.
Fueron minutos durante los cuáles lo vimos ir y venir, agitar los brazos, cortar, trozar, mezclar. Sus dedos femeninos se movían en una danza armónica y el perejil parecía levitar por los aires.
Por ese entonces nos importaba poco el sabor de la bendita sopa, él sólo verlo constituía ya un espectáculo placentero. Entonces rompió el silencio y en un respiro a su timidez, nos confesó que aprendió a cocinar a los cinco años, porque su hermana mayor tenía que ir al colegio y sus padres a trabajar, entonces mamá le dejaba dispuestas ordenadamente las cantidades e ingredientes sobre la mesa. 26 años llevo cocinando continuó, y se requieren diez sólo para aprender a usar debidamente el cuchillo. De dónde yo vengo prosiguió, cocinamos con el alma y el corazón, como con todo en la vida.
Nuestro chinito es un ser apacible, pacífico como él sólo. Sus ademanes son suaves y sus gestos moderados. Sin embargo a pesar de su presencia inadvertida y su casi transparencia, nuestro chinito amable lucha por cambiar el mundo todos los días. Es un practicante activo del „Falun Gong”, una disciplina fundada en 1992 en China. Conformada por un conjunto de cinco ejercicios de meditación que pretenden desarrollar el carácter de los practicantes de acuerdo con los principios de verdad, compasión y tolerancia (真,善,忍).
El Falun Gong es un “sistema de autocultivo” y uno de los fenómenos más importantes surgidos en la China comunista como medio de autosuperación y en respuesta pacífica a las injusticias y males sociales que la aquejan.
Cuando nuestro chinito no está picando verduras, viaja por el mundo compartiendo su doctrina, incitando a todo cuánto lo quiera escuchar que no hay mejor respuesta que la de ofrecer siempre la otra mejilla.
Estas líneas son mi pequeño homenaje a todos aquellos seres de sonrisa amable, que con delantal o sin sartén luchan a diario contra la indiferencia, el pesimismo, la injusticia y el egoísmo puro.
Aquellos seres luminosos, que silenciosa pero incansablemente, no dejan de soñar, de confiar en que nos espera un mejor futuro y creer ciegamente que el mundo aún está lleno de personas buenas, que cómo tú o cómo yo, hacen que todo valga la pena.
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