Hoy por la mañana todo parecía indicar que iba a ser un día normal, fui puntual a mi cita con el doctor, y después de almorzar me fui a dictar mis clases de inglés a Marius, mi alumno de 16 años. Como a las 5 y media de la tarde, ya en la parada del tranvía, caminaba en círculos esperando ansiosa volver pronto a casa. El tranvía tardaba. Empecé a exasperarme un poco, siguieron transcurriendo los minutos y del tranvía ni la sombra. El pequeño grupo de personas que hasta ese entonces me acompañaban, se dispusieron a hacer uso de sus celulares para hacer así la espera menos tediosa. Para mi mala suerte el celular de Markus me respondía con la casilla de voz.
Los minutos seguían transcurriendo hasta volverse media hora, cansada de presionar insistentemente el mismo número y recibir la misma respuesta, le dejé un mensaje. Las tres mujeres que hasta aquél momento me acompañaban, se disiparon repentinamente y me encontré de pronto sola. Me aterroricé. Marius, mi alumno, vive en Taucha, una pequeña ciudad que limita con las afueras de Leipzig, que en tranvía me toma llegar sólo 20 minutos. Existe sólo una línea, la 3 que me lleva cada media hora de vuelta a casa. Había pasado ya una hora y yo me congelaba literalmente, estaba lloviendo y a pesar que me protegía la angosta caseta de la estación, sentía mis pies helándose, mejor dicho ya casi ni los sentía, al igual que mis manos perdieron progresivamente la sensibilidad. Recé en mi mente, le pedí a Dios paciencia y me repetía a mí misma que la esperanza es lo último que se pierde.
Por fin Markus llamó y no pude contener más mi desesperación, grité, lloré y le solté en una oración que me moría de frío y que estaba sola sin saber que hacer hace más de una hora. Él estaba en un lejano pueblo a una hora y media de Leipzig visitando a un cliente. Me pidió que me calmara y prometió enviarme un taxi. Cuando colgué el celular y me sequé las lágrimas de frustración y angustia, me di con la sorpresa que una señora de robusta figura me hacía ahora compañía. Me había escuchado hablar por teléfono y le conmovieron mis palabras atolondradas y mis lágrimas de niña desconsolada. Ella al igual que yo estaba a la espera de algún tranvía, y digo alguno porque a diferencia de mí ya venía recorriendo a pie un par de estaciones más en busca del tan ansiado regreso a casa.
Trató por su cuenta de llamar un taxi, pero todo intento fue en vano. Por el invierno y la nieve, el caos reinaba por toda la ciudad, el tráfico era imposible y los accidentes imposibilitaban el flujo de los vehículos. Sin contar que los taxis andaban ocupadísimos recogiendo pasajeros aislados tan o más desesperados que nosotras. Me dijo con un leve tono de optimismo, al mismo tiempo que estiraba el brazo, quizás alguien se apiade y nos de un aventón a la ciudad.
Ningún auto se detuvo.
Markus volvió a llamar y sin darme cuenta, mi compañera de espera se había esfumado. Me llamaba para darme malas noticias, ningún taxi estaba libre y a él le tomaría mínimo una hora y media más el llegar hasta mí para recogerme. Pero me dijo que se había tomado la confianza de llamar a casa de Marius para preguntar si su mamá me podía pasar recogiendo, pero como si todo estuviera macabramente confabulado aquél día por los azares del destino, la mamá de mi alumno que es enfermera, estaba de guardia y no iba a volver a casa hasta muy tarde y el papá como sabíamos de antemano trabajaba en Berlín de Lunes a Viernes y volvía a casa los fines de semana. Me aconsejó igual caminar de vuelta a casa de Marius y esperar allí aburrida, impaciente pero al menos caliente su llegada. Le conté que no estaba sola, que ahora una señora que andaba en los mismos aprietos que yo me hacia compañía. Markus me pidió que actuara lo más prácticamente posible y que la dejara donde la encontré y me dirigiese a casa de Marius. Me dio mucha pena, tiritaba de frío es cierto, y sabía que uno no debe abusar de la confianza los alemanes, sabía perfectamente que si me iba a casa de mi alumno sería sola y sin rabos. Pero cómo iba a dejar a mi recientemente "amiga" congelándose sola y esperando hasta Dios sabe cuando el bendito tranvía.
Entonces su figura regordeta apareció igual de sorpresivamente que la primera vez, y esta vez con dos potes de café en la mano. Lo prefieres con leche o con azúcar, me preguntó, mostrándome los sobrecitos. Como me dijiste que ya venías esperando unas horas, imaginé que tenías frío y recordé que por alguna parte cerca había una tiendita. Llamé un taxi prosiguió, y me dijo que si tenemos suerte vendría por nosotras en media hora. Mientras tomé el café en mis manos y empezaba a sonreír deleitada por ese contacto tibio con mi piel, un señor con un maletín negro a lo lejos nos hacía señas. Se acercaba un bus, de esos que la compañía manda en caso de emergencias para recoger a pasajeros varados como nosotros. Ya a salvo, sentadas y calientes, le susurré bajito a mi compañera de amarga espera: "bueno habrá que tomar esto como una aventura, una historia para compartir."
Una historia sí, pero con final feliz exclamó.
Cuando terminé de preguntarle de dónde venía, se levantó presurosa y se despidió de mí. Había llegado a su destino. Luego sonrió y se perdió tras la puerta automática del bus.
Dios actúa de maneras misteriosas, pensé para mis adentros... misteriosas, pero eficaces.
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